Los Bellos Durmientes


  Estaba embarazada y toda la familia estaba pendiente del momento en que al fin daría a luz, pero el niño no quería nacer. Enclaustrado en el vientre, desde donde le llegaba en sordina el mundanal ruido, no sentía la más mínima curiosidad por ir a ver qué eran esas voces y sonidos. Que lo dejaran seguir durmiendo era todo lo que pedía.

  La madre tampoco deseaba otra cosa. Había vivido las últimas semanas en un sopor constante y odiaba que a cada rato vinieran a despertarla:

-          Ven a la mesa, que no has comido nada.- la llamaba su madre, la abuela del niño por nacer.
-          Vamos, que están todos esperándote…- decía el marido.

  Pero ella solo quería escuchar la voz del hijo, que le hablaba en sueños: “Sigamos durmiendo, mamá, que estamos cansados. Sigamos soñando, que este lugar es mucho mejor que ahí afuera.”

  Y así habrían seguido las cosas, quién sabe con qué consecuencias funestas, si no hubieran mandado llamar al médico. Demoró en llegar, pues venía del pueblo vecino, a varios kilómetros por caminos de tierra poco transitados.

  El médico era joven y nunca en su corta trayectoria había visto un caso así, pero tampoco había conocido jamás mujer que lo conmoviera tanto.

  Puso toda su energía en salvarla. A falta de otra estrategia, decidió mantenerla despierta. La forzaron a salir de la cama, la instalaron en un sillón al lado de la ventana y pasaron juntos las horas, uno frente al otro, mientras afuera caía la tarde, aparecía enseguida la primera estrella, salía luego la luna, que subía por el cielo y volvía a bajar y, por fin, el horizonte empezó a clarear.

  La mujer embarazada luchaba entre fuerzas opuestas. En el vientre, el niño la llamaba: “Ven conmigo, mamá, no oigas lo que dice. Recorramos juntos nuestros sueños.” Y en la silla frente a ella, el hombre, transido de admiración e inspirado por su belleza,  no dejaba de contarle historias, unas más maravillosas que las otras, en cuyos recovecos quería perderse.

  Los encontró la mañana en la misma postura que el día anterior, él dormido, ella despierta. La mujer puso las manos sobre el vientre y le habló al niño: “Vamos, ya no remolonees, es hora de nacer.”

  El niño bostezó y se estiró dentro del útero provocando gran conmoción en los órganos aledaños. “Creo que ya viene,” dijo la mujer sonriente, dándole una palmadita al médico para que se despertara. Pujó, gritó como loca y, al rato nomás, estaba ahí el niño berreando, descontento de que lo hubieran sacado de su siesta, reclamando el pecho.

  La historia no termina, como habrán supuesto algunos, con que la mujer se va con el doctor, subyugada como estaba por sus talentos de Scheherezade masculino. En absoluto. Siguió viviendo feliz con su marido, con quien tuvo otros tres niños dormilones a los que les hicieron falta otras tantas noches en vela con el médico para nacer. Eso sí, los cuatro fueron, hasta una edad bastante avanzada, fervientes adeptos de los cuentos antes de irse a dormir.

  En cuanto al médico, se hizo famoso en la comarca por sus métodos y, nadie supo bien por qué, nunca se casó.


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