Representación
Nos vi. Estábamos las
tres, una detrás de la otra, en fila pero dispuestas como si posáramos para un
cuadro o una foto de arte. Adelante estaba Rafaela, de medio perfil, el pelo
blanco recogido en una trenza haciendo juego con un pulóver del mismo color.
Detrás, pero más hacia la izquierda, estaba Victoria, canosa como Rafaela pero
de pelo corto, gris claro, contrastando con el tejido gris oscuro cruzado sobre
el pecho que llevaba ese día. Y la que estaba atrás de todo era yo, mi pelo largo y sombrío cayendo sobre el jersey naranja.
Quedábamos bien así
las tres. Quien nos viera de fuera podría imaginarnos amigas. Tenemos
aproximadamente la misma edad y el pelo canoso, que ostentamos sin teñirlo con
cierto orgullo, parece darnos una marca de fábrica, un estilo en común. Que no
lo seamos –amigas, quiero decir- es una circunstancia sin importancia para el
artista que pinta o saca la foto. De cualquier modo, cuando hayamos muerto,
cuando pase el tiempo y nuestros cuerpos sean polvo en el polvo, la imagen que
perdurará de nosotras será ese cuadro y quien lo mire jugará a adivinar las
relaciones entre los personajes rojigrises frente al espejo o se detendrá en
detalles que yo ni siquiera he visto. Verá quizá más los tomos de la biblioteca
en el fondo que los rostros serios, levemente enigmáticos, de las tres
cincuentonas que vivieron a principios del siglo XXI en Europa y que quién sabe
por qué el artista se ha empeñado en representar. O tal vez sí se preguntará
por las vidas de esas tres mujeres y qué hacían en ese espacio amplio, juntas
pero sin mirarse unas a otras, estáticas, concentradas en mirar hacia adelante,
hacia su propia imagen reflejada, o acaso mirando al espectador futuro del
cuadro que buscará en vano en cada trazo de color sobre el iris o en el pozo
sin fondo de las pupilas, el enigma por el cual esas tres mujeres, y no otras,
le dicen a él hoy cómo era vivir en aquel tiempo en ese continente
desaparecido.
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