Metáfora de la lucidez
Estaba en un espacio
oscuro y avanzaba a tientas siguiendo los olores. O quizás deba decir que se
trataba de uno solo en realidad: un fuerte olor a desinfectante, de ése con que
limpiaban la pileta en que enjuagábamos los pinceles, vasos y paletas, después
de la clase de dibujo en la escuela. Me encanta ese olor: es una límpida mañana
de invierno en Buenos Aires y la témpera va destiñendo hilos de colores sobre
la superficie lisa de la gran pileta rectangular al fondo del patio. O es la
entrada de servicio del departamento de Nora alguna vez que excepcionalmente
pasaba ahí una tarde durante la semana y descubría algo mucho más vital que los
aburridos almuerzos del domingo.
Todo eso se hacía
presente a mí mientras avanzaba muy despacio, con desconfianza, pero atraída
por ese olor que me llevaba literalmente por las narices, tiraba de mí como
puede hacerse con un caballo o un burro, lenta pero inexorablemente hacia el
corral. -Corral, de encierro. Pero también corral de origen y punto de partida,
lugar conocido hecho de aromas familiares, adonde acaba por volverse sin
remedio.- Avanzaba, digo, con ese optimismo propio del hombre moderno que cree
que cuanto está adelante es progreso, pero bien pudiera ser que retrocediera,
en ese espacio sin límites ni referencias. A decir verdad, solo me dejaba
llevar por el olor como por un instinto. El olor era mi hilo de Ariadna.
De repente el sonido
se impuso. Un crujido de bisagras –una puerta o una ventana que se abría muy
lejos y dejaba entrar una luz tenue que permitía adivinar los contornos de las
cosas- y enseguida, el canto de un pájaro, muy cerca, casi al lado mío.
Tuve miedo de
aplastarlo con un movimiento brusco. Me detuve. Me acuclillé y moví mis manos
alrededor buscándolo. Todo bañaba en una atmósfera grisácea en la que
distinguía algunas formas más oscuras que parecían sillones o mesas.
El pájaro volvió a
cantar como llamándome. El sonido parecía venir de detrás de un bulto. Quise ir
hacia ahí pero tropecé con algo en el suelo y me caí. En ese momento oí un
aleteo frenético, el pájaro alzó el vuelo, chocó con un mueble primero, con mi
rostro luego y salió volando hacia adelante, hacia lo que yo consideraba
adelante desde que se había abierto la puerta. Vi pasar su silueta rauda unos
segundos. Después, nada. Silencio. ¿El pájaro había encontrado la salida? Solo
sentía los latidos de mi corazón y el fuerte olor a desinfectante que
impregnaba el aire. Di unos pasos en la misma dirección por donde se había ido
el pájaro. Alguien, lejos, cerró la puerta de un golpe y volví a quedar inmersa
en la oscuridad.
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