El perfume de la muerte

"En el fondo del abismo
ni una voz para nombrarlo."
A. Yupanqui, Mi alazán


  Como el alazán de Atahualpa, surge, en el fondo del abismo, el perfume de la muerte. Es agrio, ríspido, incómodo, no se presta a la solemnidad que demanda la circunstancia.
  Si la muerte oliera a rosas o jazmines, a lavanda o agua de colonia... Uno podría dejarse llevar por la emoción, una emoción limpia, pulcra, exenta de añadidos desagradables. Sería una tristeza honda como un precipicio y ancha como el océano pero pura, sin la carne en descomposición o los gusanos, sin putrefacción, pena pura, ausencia pura, desaparición sin olor a enfermedad u hospital, sin llagas o infecciones, sin pus ni sangre ni huesos rotos. Una pura lamentación larga y bella como la línea de un canto gregoriano.
  ¿Por qué huele, por qué duele la muerte? ¿Por qué no es indolora e inodora? Desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, sin que el aliento y la saliva y las heces alimenten un ciclo natural, sin que se sepa que alguien (uno) se ha ido.
  Pero a veces la muerte huele a tierra fértil, la misma que recibe la semilla. Y el estiércol abona el campo aunque no nos guste.

  El alazán de Atahualpa, desbarrancado en un camino de la sierra, legó su cuerpo de caballo joven, sus carnes musculosas, sus patas fuertes, a un abismo pedregoso y seco, sobre el cual mucho después quizá llovió. Y entonces, años, tal vez décadas o siglos más tarde, surgió, como de la nada, un brote, una semilla que acaso llevaba el potro en sus crines, que cobijada en la tierra echó raíces profundas y creció. Quién sabe cuántos años demoró en ser más alto que el barranco el árbol y que un viajero lo descubriera, un viajero que había escuchado de boca de algún anciano el lamento de Atahualpa y reconocía ahora el lugar de la muerte.



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