Cuando no estaba mirando
Algo pasó cuando no estaba mirando. ¡Cuánto lamentaría luego esa distracción, pues en algún punto siguió acusándose siempre de que su inmovilismo o su falta de reacción hubieran contribuido a crearlos! Algo que hizo que de las mismas calles de toda la vida –de las bocas del metro, de las puertas de las escuelas, de las escaleras mecánicas de los shoppings, de las oficinas, de los ascensores, de los tranvías, de los aeropuertos- brotaran, como brota el moho en las paredes húmedas o los mosquitos las noches de verano, seres de ojos vacíos, mitad hombre mitad máquina, que miraban a través de los humanos sin verlos, recibían señales del ciberespacio a través de cables conectados a sus orejas y respondían a esos estímulos mediante mensajes en clave transmitidos por los pulgares a tabletas plásticas que a intervalos imprevisibles producían pitidos o timbres metálicos, o se alumbraban como semáforos, todo lo cual generaba en sus rostros breves muecas que indicaban que habían sentido un atisbo de placer o salido al menos un segundo del hastío.
Del pasado vino,
como un dardo, una imagen olvidada: una muñeca que, para que hablara, hacía
falta tirarle de un cordón que tenía en la espalda. Uno cogía entre el pulgar y
el índice el aro blanco que remataba el hilo, lo estiraba y, mientras este iba
metiéndose de nuevo dentro de la muñeca, salían de ella tres o cuatro frases con
una voz estúpida y metálica. Siempre que jugaba con ella y la sentaba junto con
las otras muñecas, como si fueran niñas, el extraño mecanismo que cargaba la desdichada
entre pecho y espalda, la llenaba de estupor: era una niña enferma, una
discapacitada, y por eso tenía en el cuerpo un aparato que suplía el don de la
palabra que en las otras era espontáneo.
A menudo la había
compadecido. Era una muñeca más cara que las otras, con una preciosa melena
rubia y vestidos hechos a medida. Pero acarreaba en permanencia un peso del que
dependía para expresarse. Nunca había logrado entender por qué sus atributos
estaban asociados a un privilegio. Siempre los había considerado, cuando menos,
una incomodidad.
El sentimiento
que emergía, sin embargo, ante estos nuevos seres que parecían salir de todas
partes no era del orden de la pena sino de la estupefacción, e incluso del
temor. Más que nada, recelaba sus reacciones imprevisibles, desconectadas de
las sensaciones. Durante milenios los comportamientos se habían descifrado en
función del tacto, el gusto, el olfato, el oído, la vista. Pero los ojos de
estos seres pasaban a través de las cosas sin verlas, sus oídos estaban tapados
a lo que los rodeaba, lo que comían olía igual que lo que desechaban y apenas
si eran capaces de sentir el roce de una mano en la piel. ¿Quiénes eran? ¿De
dónde habían venido? ¿Qué había pasado cuando no estaba mirando?
Una puerta
automática se abrió en aquel momento expulsando un ejemplar de aspecto joven y
atractivo que venía hablando en voz alta con un rectángulo gris acero conectado
a sus orejas por un cable. Creyó reconocerlo y alzó una mano a modo de saludo.
El individuo avanzaba en su dirección, por lo que supuso que era ella la
destinataria de la mirada al frente y la contracción muscular que estiraba los
labios hacia arriba en un gesto que podía leerse como una sonrisa. Se detuvo a
la espera de que se le acercara para intercambiar unas frases de circunstancia.
Unos segundos apenas. Cuando el ser llegó con el brazo extendido al punto donde
estaba ella, pensó que la apreciaba más de lo que hubiera creído. Pero cuando
el puño indiferente tocó, empujó, penetró su abdomen bajo el esternón, no
acertó a retroceder y, pasmada, sintió cómo la mano del desconocido primero,
luego su brazo y su cuerpo todo, la atravesaban de lado a lado, de pecho a
espalda, desgarrándola, sin siquiera darse cuenta de su presencia. Entonces
supo que la era de los humanos había llegado a su fin.
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