La traición de los objetos


Con una confianza cimentada en experiencias previas, apoyó, como solía, el pie en el paso de la puerta para salir pero, en lugar de afirmarse sobre el escalón levemente inclinado hacia la calle, la suela de un zapato, y luego la otra, resbalaron por la superficie lisa y, al no encontrar las manos nada a lo que sujetarse, cayó hacia atrás. Unos segundos se demoró el silencio tras el golpe seco del culo contra el suelo, un intervalo en que pareció que se levantaría sin más y seguiría andando. Pero justo en el instante en que cabía suponer que el episodio no tendría consecuencias, salió el llanto.

  No era de dolor que lloraba sino de rabia. No era el porrazo lo que le dolía sino el orgullo herido cuando comprendió en un instante que los zapatitos de presilla, compañeros de juegos en la casa o la vereda, y el suelo, que hasta entonces siempre la había sostenido en equilibrio, habían complotado contra ella para hacerla caer. ¿Cómo no lo había visto venir? Los objetos la habían traicionado. Hasta el marco de la puerta se las había ingeniado para no dejarla agarrarse en su caída. Una ira sin nombre se apoderó de su cuerpo y se puso a patear el escalón y la puerta repitiendo “¡malo, malo!”.

  Así la encontró una vecina que venía de la compra. “¿Qué te pasó, nena? ¿Te caíste?”. “No,” sacudió ella la cabeza. No entendía nada esa mujer. Los grandes no entendían que las cosas podían traicionarlos e iban tan campantes por la vida con la convicción de que eran ellos quienes dominaban a los objetos y no a la inversa. Dueños de una seguridad envidiable, apretaban botones, marcaban números, abrían y cerraban armarios, sacaban y metían billetes de carteras y cajones, apoyaban los pies en el suelo, aun con zapatos de taco, con la certeza de un piso y una ley de gravedad inalterables. ¿Cómo hacían? ¿Quién podía asegurarles que las sillas y las tazas y la tele, la aspiradora, el teléfono o los coches no estuvieran conspirando contra ellos?

  Vio alejarse a la vecina por el hall hacia el ascensor, apretar el botón y esperar unos minutos que bajara. La oyó golpear la puerta con la palma abierta primero, con los puños después, y gritar “¡ascensor!” cada vez más fuerte en vano. Nunca llegó a la planta baja el ascensor y la mujer tuvo que subir los diez pisos por la escalera con las bolsas del supermercado. A la nena no la asombró en lo más mínimo. Al contrario, le pareció una prueba más que irrebatible de la lección aprendida esa mañana: cuando menos nos lo esperamos, los objetos nos traicionan. Y la vecina, que era una vieja de más de treinta años, sin saberlo...


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